"La filosofía de la muerte es una meditación sobre la vida", solía decir siempre el filósofo Vladimir Jankélévitch (1903-1985). Este hombre estaba convencido que el contrario de morir no es vivir, sino no morir.

Del mismo modo, lo contrario de vivir es no vivir, y sostenía que no había contradicción entre vivir y morir en la medida en qué no son términos del mismo universo. La muerte no es lo opuesto a la vida, sino lo opuesto a la inmortalidad.

Por eso Jankélévitch defiende que tenemos que acercarnos a la muerte de manera distinta, sin olvidar su paradoja esencial. Sin embargo, reconoce que "esto solo lo podremos hacer desde una meditación consciente".

Las reflexiones volcadas a continuación pretenden ser un estímulo para meditar sobre la propia muerte.

La mortalidad es la cualidad que cargamos desde que nacemos y de la cual no podemos escapar. Así que el morir es una cualidad existencial con la que podemos construir vínculos trascendentes.

Sin origen ni final
"Volvía a estar, precisamente donde lo deseaba, en el espacio que los hombres llamaban real. Ante él, como espléndido juguete que ningún Hijo de las Estrellas podría resistir, flotaba el planeta Tierra con todos sus pueblos". (Arthur Clarke, 1968)

La sociedad capitalista que impera ha convertido a la muerte en una realidad no vital, sino médica. Se fomenta que llegue por una enfermedad y se vende su aplazamiento.

Negamos la muerte porqué negamos la Vida, porqué vivir ha dejado de ser para gozar de la armonía que nos rodea, para devenir esclavos de un entorno artificioso. La vida la hemos convertido en una gran línea entre dos extremos. Dos extremos que nos parecen uno el principio y el otro el fin. Una forma de tiempo lineal limitado a la percepción entre la sucesión de eventos percibidos.

Como alternativa al tiempo lineal tendríamos el tiempo visto como una espiral sincrónica con la naturaleza. Este tiempo cíclico es la manifestación de un Universo que late constantemente, que inspira y exhala.

La muerte y el nacimiento no son el final y el origen, en el nacimiento inspiramos y la nada está antes, mientras que en la muerte, exhalamos y la nada está después, para volver a inspirar desde otra dimensión.

Aunque parezca paradójico, la nada de después de un evento temporal es lo que hace que la vida exista. Es esta misma "nada" la que alimenta la vida de los otros y nos deposita en la memoria el recuerdo de su paso entre nosotros. Y en el recuerdo permanecemos sin existir físicamente.

Mientras se vive, simplemente transitamos por uno de los planos de existencia que conocemos. El carácter desconcertante y hasta vertiginoso de la muerte es, sin embargo,  contradictorio. A la vez es un misterio de dimensiones infinitas.

La muerte incorpora en sí misma la negación de toda posibilidad de aprehenderla y, al mismo tiempo, se manifiesta com aquello que surge para expresar nuestra humanidad más esencial: la del ser humano que vive, pero muere.

El viaje vital de todo ser humano es una existencia digna de ser vivida, por qué sabemos que vamos a morir mientras el cuerpo envejece más o menos o simplemente transita.

La vejez como preparación a una nueva frecuencia
Envejecer significa no poder reconocernos en los pasos que recorremos en el espacio, pero sí en el tiempo, porque al envejecer nos convertimos, precisamente, en eso, en tiempo y no más que tiempo vivido. (Jean Amery, 2001)

Tras nacer tardaremos años en aprender como relacionarnos con el entorno que nos ofrece la vida: cultura y naturaleza, sociedad y espiritualidad, reproducción y relación.

Cuando pensamos que hemos aprendido a vivir y, quizás nos hemos reproducido, nos damos cuenta que nuestro cuerpo va perdiendo habilidades vitales en términos de eficacia para subsistir.

Desde que nacemos el cuerpo se prepara para el tránsito y poco a poco va mutando para volver a la energía de donde salió, del polvo de las estrellas.

La vejez no es el resultado de la linealidad temporal sino de la realidad sociocultural que desarrollamos. Hace dos mil años, con treinta y tanto años, la persona era vieja, A día de hoy hemos más que duplicado lo que se consideró “viejo”. Pero la prolongación de la vejez es antinatural, excepto para los negocios que la fomentan.

El envejecimiento no es uniforme y homogéneo, pero su cualidad es que nos aproxima más o menos rápidamente a la muerte. Mientras la vida se alimenta del mañana, la vejez lo hace con lo que será la ausencia de mañana.

Aprender de la muerte del otro
La muerte, que con su oscuridad nos llena de angustia el espíritu es, paradójicamente, la que nos impulsa a relatar y recordar aquello que con sutileza hace que cada momento sea importante para el conjunto de la existencia terrenal vivida.

En nuestra sociedad parece impensable que se puede aprender a morir, porque cuando ocurre es irrepetible. Y sin embargo, sea como sea como se presente, el morir es una gran enseñanza para el que transita y para los que le rodean.

La práctica para preparar el buen morir es posible, al igual que aprender a contemplar la muerte del otro como propia. Basta tan sólo con pensar en cómo nos querríamos despedir (sabiendo que es una condición necesaria para existir) y con quiénes nos gustaría compartir este tránsito.

Contemplar la muerte de otros, por un lado nos lleva a pensar en el final y tomar consciencia de todas las enseñanzas que aporta dejar el cuerpo físico. Algunas personas se han formado para acompañar al buen morir, son las doulas o matronas de la muerte o del final de vida.

Desde la religión las personas pueden albergar la promesa de vida después de la muerte, y la creencia de la resurrección o la reencarnación les lleva a la esperanza para alinearse con el flujo de la vida. Pero esta sincronización con el ciclo de la Vida-Muerte también se consigue desde la plena presencia espiritual.

La observación y el estudio científico de las experiencias cercanas a la muerte nos muestra que, más allá del cuerpo físico, hay otra entidad no biológica que nos alberga, capaz de ver más allá de los sentidos corporales. En todas estas experiencias cercanas a la muerte, los que la viven las describen como plenitud de Amor y pierden el miedo a morir.  

Así que, no es lo mismo pensar la muerte* que pensar en la muerte. Pensarla es asumirla y aceptarla como condición natural. Pensar en la muerte es tan sólo una excusa para no vivir.

La muerte necesaria
La muerte nos rodea, pero no nos atañe; cuando la reconocemos en una posibilidad para nosotros, entonces nos afanamos en negarla. Entonces apelamos que intervenga la ciencia y haga el milagro de impedir nuestra muerte.

Una esencia de la condición humana y mortal es precisamente la incertidumbre que rodea el momento de alcanzar la muerte.

Hay muchas formas de morir, entre ellas la del querer morir por dimisión de la vida a causa del sufrimiento a través del suicidio practicado por uno mismo, la de la eutanasia autorizada por el orden social o la del suicidio asistido donde es legal. Pero también existe la muerte elegida por uno mismo, dejando que esta se asiente ayunando de comer y beber. Y por supuesto, aunque lamentable, aquella decidida por otros: la pena de muerte.

La muerte en toda vida es necesaria, pero no es más necesaria en un supuesto ahora o en un después. La fecha es incierta, y ocultarla entre bambalinas cómo se hace a menudo en los ámbitos médicos no la evita.

La muerte incorpora en sí misma la negación de toda posibilidad de conocerla y, al mismo tiempo, surge como aquello que hace que lo humano sea y, por tanto, muera.

La mentira piadosa del médico al paciente ante la enfermedad terminal, la autorización de la eutanasia por ley a priori, lo inhumano de la pena de muerte, son tan sólo un telón moral en el ciclo biológico entre el nacimiento y el morir.

Vivamos pues y hagamos de nuestra despedida de la Vida una fiesta, porqué cada día vivido es un gozo más allá de si hay dolor o felicidad provisionales. El gozo mayor concedido al ser humano es poder existir en un universo material como ser espiritual.

 

(*) Pensar la muerte es el título de una obra publicada en 1994 en la que el filósofo judío, superviviente del holocausto, nacionalizado francés, Vladimir Jankélévitch (1903-1985) en la que se recopilan en tres entrevistas su visión sobre la muerte. Las imágenes de este artículo son fotogramas de la película 2001 Una odisea en el espacio (1968) de Stanley Kubrick.

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